Mi primera reacción ante los resultados de las elecciones italianas fue la del biempensante horrorizado. En primer lugar ante el porcentaje que obtuvo Silvio Berlusconi, obscenamente alto (el adverbio, tratándose de Il Cavaliere, es prescriptivo). Me preocupaba, además, el auge del populismo ruidoso y hueco de Grillo, la debacle de las opciones razonables, de Bersani o del saliente Monti, ya transparente de puro gris, con la única gracia de haberse bebido una cerveza por la tele mientras acariciaba un cachorro como un Señor que posee gustos sencillos. Del escrutinio salieron bancadas divergentes sin caballo ganador, imbarajables taifas de escaños que negaban la posibilidad de un gobierno a Italia.
Bien amaestrado, pensé que la alarma era normal y previsible: el ladrido inmediato de los mercados, contrariados por la inconveniencia, la quiebra de la confianza y la inmediata subida de la prima de riesgo. Los mercados expresan su opinión como el Politburó soviético “compartía su preocupación” por la Primavera de Praga. Natural, pensé, los italianos ponen en un brete a toda Europa, en especial a los más débiles, los perros flacos mediterráneos. Deberían sopesar la posibilidad de repetir las elecciones, aunque fuese solo al Senado para destaponar la vía legislativa. O no.
A lo mejor es que no lo hemos entendido. A lo mejor es que aguardamos con el pasmo presto y la indignación agazapada, como el mueble que vela en la oscuridad, contenido el aliento, para abalanzarse sobre el borracho que se topa con él sin explicárselo. A lo mejor es que no se fían ya de nadie, que en nadie encuentran amparo más que en quien promete devolver impuestos o limpiar las zahúrdas de raíz, en la demagogia a la medida de su desesperanza. Han ejercido su derecho a equivocarse a despecho de las consecuencias, del mismo modo que el funerario Bonasera va a pedir justicia a casa del Padrino el día de la boda de su hija. Porque no encuentran otro recurso. Y por mucho que nos preocupe, incluso que nos aterre el resultado, la democracia, con sus carencias, es eso: dejar que la gente decida. Por catastrófico que sea, es un resultado sujeto a la ley y refleja lo que piensan los sufridos electores, lo que han querido aunque fuese a ciegas, lo que hay. No se plantea nadie que quizá lo que hay que revisar es el mecanismo que hace que agencias que se evalúan y regulan a sí mismas, ajenas a los países que tasan, causen cataratas de dinero en la bolsa y dominós de cifras trasnacionales. Si el gobierno no se da por empecinamiento de los partidos la causa de unas nuevas elecciones será práctica e interna. Otro cantar es que se dé porque no conviene o no se ahorma a lo que los mercados esperan. Ya puestos, mejor desmantelar el sistema e instaurar el despotismo ilustrado de los tecnócratas sine díe, pues parece que no saben manejarse sin tutelas.